martes, 6 de noviembre de 2012

Dear Cassandra




No podía dormir, a pesar de las varias capas de oscuridad que le proporcionaba a mi vista, ya que no bastaba con la delgada tela de mis párpados para ocultar la claridad, requería también de un lecho apropiado, cerrado, donde nadie pudiese irrumpir en mi paz, agregando, además, un cortinaje que no dejaría filtrarse ni la mínima gota de luz. Aún así no podía descansar, trataba de ocultar por métodos externos problemas interiores, aunque el silencio y la penumbra fueran sepulcrales, el caos habitaba únicamente en mi mente, en mi subconsciente, en sueños que no podía callar y que constantemente evocaban la imagen de su rostro.

Desistí, una a una fui retirando las barreras contra la luminiscencia y busqué, aún medio dormido, por todas las habitaciones de nuestro hogar, a mi compañera. Siempre silenciosa, en ocasiones donde quería hablarle y no hallaba su compañía solía pensar que, si se lo propusiera, podría engañar hasta a mis más agudizados sentidos y no dejarse ver. Pero últimamente prefería instalarse en alguna de las innumerables habitaciones que andar afuera, en comunión con la naturaleza, su madre tierra que tanto adoraba y a la que debía su inspiración y su fuerza. Jamás la comprendí, aunque fuese de mi agrado contemplar las montañas, los ríos, las plantas y demás creaciones, siempre las preferí bajo una capa de niebla y acompañado de algún ser de mi adoración, sino nada significaban para mí.


Todas las cortinas se encontraban cerradas, a pesar de la inutilidad de ello, puesto que el débil reflejo del sol ya daño no nos podía causar, pero era tan sencillo, bastaba con un chasquido de dedos para que instantáneamente se encontraran en ese estado. Tan simple hecho confería a la casa un ambiente nostálgico, nos hacía pensar en nuestra época de neófitos, casi como el degustar de un alimento que nos agradaba cuando éramos niños, ya en nuestra etapa adulta. Lástima la inexactitud de la metáfora, porque para nuestros paladares era difícil encontrar similitud entre un banquete y otro, por lo que debíamos encajonar esos sentimientos melancólicos.


Aún no la encontraba, de seguro no deseaba ser molestada, llegué a pensar. Pero justamente cuando mis pensamientos saltaron de esas palabras a las siguientes mi vista fue capaz de percibir su estadía en uno de los sillones junto a la chimenea. Tan quieta, inmóvil, con un libro en la mano y la vista clavada en las palabras, sus manos de dedos largos y finos sostenían el gran tomo sin demostrar esfuerzo alguno, una escena tan habitual, como que si aquellas delicadas palmas hubiesen nacido con un texto inscrito en ellas. Sus cabellos de ébano yacían totalmente de lado, sobre uno de sus hombros, el fuego le concedía un brillo casi sobrenatural, que le proporcionaba chispas rojizas casi imperceptibles, sus ojos amarillos brillaban con intriga mientras seguían a velocidades sobrehumanas las letras de aquellas páginas que se pasaban sin acción física aparente. No osé interrumpirla, menos para molestarla nuevamente con mis problemas recurrentes, con esa eterna falta de sueño, con esa versión menor de dificultades en las que ella misma se encontraba.


Tampoco dormía, pero nada me decía, al cubrir sus hermosos iris de la luz también se amontonaban en su visión imágenes de ella, aquella dama que tanto extrañaba y que tanto amaba, pero ella sufría, día a día, sin dejar que ese sufrimiento la invadiera al punto de la inactividad, de la ineficiencia, sino más bien utilizaba aquellos sentimientos como combustible, como inspiración y eso le permitía seguir adelante con sus sueños. Nuevamente, jamás la entendí, yo me dejaba embargar por aquellas sensaciones destructivas, consumían toda mi energía, me dejaban en un estado de inapetencia por la vida y no deseaba más que dormir un siglo entero, pero ya descansar no era reconfortante para mí, en ocasiones se tornaba peor que estar despierto. El único consuelo que tenía era su compañía y su consejo, sus palabras tranquilizadoras, su asesoramiento mitad realista, mitad soñador… Las letras que se vertían como agua bendita desde sus labios hasta mi razón, brindándome tranquilidad.


Nunca encontré cómo agradecerle, la invité a mi morada, le proporcioné los festines más exquisitos que alguien como ella hubiese podido desear, le brindé la biblioteca más completa que un alma intelectual pudiese imaginar, los mejores ropajes, los entretenimientos más sublimes, los placeres más elevados, así como los más carnales. Cuando quería desaparecer por una temporada, fusionarse con lo natural, causar sus propios desastres, cazar su propio alimento, encontrar deleite mediante las maneras más atroces, desacomodar su cabello, colocarse ropa cómoda y huir por meses, por años, también se lo permitía, sé muy bien que ante todo ella es libre, de entre los que he conocido la que más cumple con tal característica. Aunque fuese difícil para mí, un ser tan posesivo, tan egoísta, sabía que nada podía hacer y que a pesar de su ausencia y de mi subsecuente soledad, en su corazón aún habitaba mi imagen y jamás se borraría con el paso del tiempo.


En verdad, reitero, aún no encontraba como retribuirle. En ese mismo instante tuve un ardiente impulso de abrazarla y me dejé llevar, al siguiente abrir de párpados me encontraba delante de ella, de rodillas, con ambos brazos extendidos hacia adelante rodeándole la esbelta cintura de la que era dueña, con la cabeza recostada en sus regazos, vertiendo carmesíes lágrimas que se depositaban en la negra tela, desapareciendo. Mis sollozos causaban un convulso movimiento en mi cuerpo y mis uñas se aferraban a la efigie de mi tan querida compañera, con fuerza, pero no tanta como para estropear el tejido de su exquisito atuendo. Ella, sin desconcertarse, colocó el libro en una elegante mesita que se encontraba a su derecha, en dirección a la chimenea y, seguidamente, hundió sus perfectos dedos en mi rojiza cabellera, peinándola con una ternura, con un cariño, que no pudo evitar traer a mi mente el recuerdo de una ya sepultada sensación, la que me causaba mi madre, o mi hermana, ya no lo sé, cuando me acariciaba de esa manera mis cabellos.


Al cabo de unos minutos levanté la vista para contemplar su rostro, como que si fuese una estatua de marfil me miraba, con aquellas facciones que tanto idolatraba, que tan familiares eran para mí. Ya la humedad de mi rostro había desaparecido y, como si fuese contagioso, ahora se encontraba en los rasgos de ella, no pude soportar la visión, de repente el fuerte era yo y ella poco a poco se había fragilizado. Me levanté y a ella junto conmigo, presionándola firmemente contra mi figura, abrazándola aún de la cintura y acomodando su rostro en mi hombro, dejándola sollozar libremente por todo el tiempo que desease, hundiendo ahora mis garras en sus elegantes rizos, tirando de ellos con sutileza, para luego soltarlos de manera imperceptible y repetir el proceso. Luego de aún más tiempo, fijó su mirar en el mío, sonriendo con levedad, no con sus labios, pero con sus embriagadores luceros, acercó su boca a mis pálidas mejillas y depositó un largo beso en cada una, tan intenso y cálido, que algo dentro de mí se fundió y causó que las lágrimas recorrieran nuevamente mi lienzo, pero ahora en el mismo se dibujaba un gesto de felicidad, de completitud.


-Gracias- la escuché decir, a mi oído, con esa voz que tantos recuerdos me traía… y agradecí por el día en el que la conocí por primera vez y a la providencia por haberme entregado a mi amiga, a mi consejera, a aquella cuya experiencia era tan compatible con la mía convirtiéndola en el único ente capaz de guiarme en tan difícil experiencia, en tan complicado mundo. Sin duda una eternidad a su lado sería perfectamente soportable, tan estoica, tan calmada, estable en su inestabilidad y balanceada en su dualidad, sin duda, pensé, será ella la que permanecerá a mi lado por el resto de mi existencia, siempre y cuando esté en mi voluntad amarla y aceptarla tal y como es, poderosa y deslumbrante Cassandra.

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