Brillantes esmeraldas se mantenían flotando entre la inmensidad del bosque, se confundían entre todo aquel verdor que emanaba la naturaleza y pasaban completamente desapercibidas por cualquier ser de capacidades y sentidos normales, inclusive era considerablemente difícil para alguien con percepción agudizada, resultaban absolutamente indetectables y camufladas gracias a la tonalidad de su entorno.Un intruso había entrado al misterioso santuario natural, un lugar donde no era bien recibido, hecho que se podía denotar con tan sólo ver el atavío del forastero, sus ropajes indicaban con toda certeza que pertenecía a la milicia enemiga de aquella región. El aire se perturbó por apenas unas milésimas de segundo, un movimiento en el ambiente tan leve como el más tenue de los céfiros, ni tan siquiera provocó que las corrientes de aire se alteraran irreversiblemente, ya que con rapidez todo estuvo como antes. Sin embargo, aquel portador de luminiscentes fanales ya había preparado una de sus más labradas saetas.
La hermosa punta triangular apuntaba directamente a la cabeza del superior militar, rango que era evidente por la serie de insignias que portaba en las oscuras piezas de su atuendo, la metálica y bien moldeada punta seguía con maestría a su captura dondequiera que caminara o se moviera, con una puntería y naturalidad que hacía parecer sobrehumano a quien la dirigía. El astil de la flecha era más largo de lo usual, así como tres plumas negruzcas y verdosas engalanaban el final de la madera. La faena de cazador y presa se prolongó durante todo el tiempo en el que ese extranjero se dedicó a investigar el contexto del área, al parecer la edad le había otorgado una intuición casi mágica, ya que sentía la presencia del arquero sin tener un signo conciso que le confirmara sus sospechas.
Asaetadores como el que acechaba estaban entrenados para pasar días, si fuese necesario, vigilando un área o escudriñando un objetivo. En ocasiones le había ocurrido, a ese guerrero en particular, que se había encariñado con un joven soldado al que tuvo en mortífera custodia por un lapso particularmente largo de tiempo, sus movimientos y gestos, tan gráciles, joviales y nerviosos de lo que apenas había dejado de ser un niño lo habían cautivado. Se vio obligado a arrancarle la vida en cuanto aquel novato percibió su estadía en el bosque, por culpa de un descuido del arquero, que contemplando la belleza y vitalidad de su antagonista golpeó sin querer las hojas de un arbusto, completamente distraído de la realidad.
Más en este caso la presa no conmovió el corazón del cazador, el cual se veía atraído por la inocencia y la inexperiencia en sus opositores. Más bien le causaba algo de aversión aquellos que lucían diestros, competentes y sabios en el campo de batalla, éstos no causaban el más ínfimo interés a aquel atractivo y habilidoso ser, tan caprichoso y desanimado de aquella cacería como una apenas pequeña criatura que juega con un insecto arrancándole las alas, hasta matarlo.
Tensó el hermoso y letal instrumento a su máxima capacidad, agitando adrede el aire y causando que sus cabellos flamearan sedosos con el viento que recién surgía, hasta que dejó volar libre a la ardiente saeta, que se dirigía afanosa a su encuentro con el blanco asignado. El combatiente miraba de una manera entre extrañada y dolorosa, muy fijamente a los orbes verdes que flotaban en las alturas, entre los árboles, con una sonrisa sutilmente teñida de burla dibujada inmediatamente bajo sus luceros iluminados por la lujuria que le provocaba cazar. Se mantuvo inmóvil hasta el final, lo último que contempló aquel espía de la milicia enemiga fue la esbelta figura del causante de su muerte, que se irguió omnipotente sobre una rama de lo que fue su más fiel escondite, aún con la retorcida y placentera expresión grabada en su rostro.
Así fue como al fin fui capaz de describir el placer que me causaba matar por mi nación y mi estirpe, aunque una vida más fuese sacrificada para ello.
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